“No alcanzaría el Corsódromo ni la cancha de la Liga para reunir adictos”, confesó Matías, un joven de 21 años, quien contó su desgarradora experiencia con las drogas.

Con esa expresión intentó graficar la magnitud de un flagelo que soterradamente está impactando de lleno en la vida de tantas familias locales, sometidas a las garras de sustancias como la marihuana y la cocaína.

El dato inquietante es que alrededor de 200 personas al año recurren a grupos de rehabilitación locales como Nar-Anón, desde donde afirman que están literalmente desbordados.

“Hoy, lamentablemente, están llegando chicos muy jovencitos, de 14 y 15 años (…) Están llegando de 4 a 5 por semana, hablamos de 16 y 20 chicos por mes; hoy estamos desbordados”, refiere Mary Forlong, miembro de la entidad Narcóticos Anónimos.

Desde allí están llevando adelante una tarea ímproba a favor de jovencitos intoxicados, sobre la base de un programa de recuperación convincente, en el marco de un espacio de contención afectiva.

“A nuestro grupo llegó hace pocos días, un nene que tenía 10 años aproximadamente. Nos impactó a todos”, comentó por su lado Gastón, al describir que la droga se está llevando puesta también a la infancia.

Ese joven en recuperación, que ahora tiene 31 años, testimonió además: “Cuando abrí los ojos tenía 27 años, no sabía quién era, no sentía nada por nadie, no creía en Dios. Estaba vivo porque el cuerpo no se me había muerto”.

Los especialistas que tratan la problemática de las drogas suelen decir que la primera barrera a sortear, con el objeto de ganarle la batalla a la adicción, es cuando se deja de negar la enfermedad.

Pese a tener algún hijo afectado por este problema, hay padres que no quieren ver lo que pasa, se resisten a aceptar que la droga entró en sus familias.

Es una precaria estrategia defensiva que cede no bien el infierno que acompaña a la adición se manifiesta con toda su crudeza. En este sentido, y en virtud de que la realidad es analógica, cabría preguntarse: ¿Gualeguaychú, en tanto comunidad, está negando este problema?

¿Es posible que estemos frente a un mecanismo de negación colectiva por la cual en los distintos estamentos sociales se prefiere creer que aquí no pasa nada, y se desvía entonces la mirada?

¿Acaso no se quiere ver que pautas de conducta de la sociedad nativa, ligadas a la cultura de la diversión, que se glorifican por distintas razones, crean sin embargo las condiciones para que proliferen el alcohol y la droga?

O en otros términos: suponiendo que fuese factible determinar que hay un entorno social y cultural que facilita las adicciones, ¿hasta dónde llegaría la autocrítica colectiva en este caso?

Asociado con esto, ¿no es factible rastrear una sensación de indefensión comunitaria frente a la circulación y uso de estupefacientes en la ciudad?

¿Por qué se tiene la impresión de que este negocio de la muerte goza de tanta libertad? ¿De que, a pesar de ser conocido y denunciado, el mal se expande sin que haya una reacción institucional acorde?

Los mismos jóvenes, blanco de este siniestro negocio, cuentan con naturalidad quién, dónde y cómo se distribuye la droga. Señalan, por ejemplo, que el tráfico se suele dar en las cercanías de los colegios.

Si el primer paso para enfrentar los problemas es reconociéndolos, sería bueno que nos hiciéramos cargo de que la droga en la ciudad es una cosa seria.